Dolores.

Creo que la conocí a los 15 años, cuando recién la vida empezaba, para mi.
Cuando los sueños comenzaban a tomar su vuelo y detonaban en mi suaves secuelas de "¿Por qué no ser así?"
Dolores apareció una tarde de verano, a unos días o meses de un día importante, se disfrazo entre varias personas hasta que a propósito nos chocamos frente a frente. Jamás la pude mirar a la cara antes, pero aquel día la mire fijamente como quien se encuentra con la muerte. Supe entonces que la vida estaba lista para dar su primer golpe, y la inocencia estaba en su etapa prematura. No me preparé para dolores, jamás estuve lista para ella, jamás quise ser su amiga y mucho menos su amante, pero ella apareció de todos modos en la ciudad.
Constantemente me frecuentaba, más de noche que de día y cuando menos la necesitaba.
Tocaba con sus manos mis puntos más débiles, y me desmoronaba como quien tira la última pieza del yenga.
Dolores duro años en mi vida, sin ser invitada, sin ser llamada, se supo quedar hasta verme sobre el piso llorando a gritos. Me escuchó pedir auxilio, me vio sangrar viejos delirios, me vio loca, insoportable y destruida; se quedó en silencio, contemplando la caída de un imperio.
Poco a poco comencé a cerrar las puertas con candados y cerrojos cada noche, para no recibir su visita. Las primeras noches lograba colarse por las ventanas, así que también las cerré con tablas y trabas.
A la semana le había dejado una carta de despedida pegada en la puerta, rogándole que no vuelva, que me dejara en paz, más que pedirle exilio de sus pecados le rogue tregua de sus mentiras y bestialidades.
Desde entonces jamás volvió a aparecer, aunque hubo noches que la escuché golpear las puertas, pero en su torpe insistencia allí mismo desistió.
Hoy la vuelvo a ver entre medio de la gente, entre medio de mis sueños, y a veces la siento golpear a la puerta nuevamente. Pero su presencia ya no me atrae, sus insertidumbres ya no me llaman, y su amada soledad me dan asco.
Supongo que uno logra despojarse de sus Dolores, y cuando alcanza aquello puede caminar tranquilo por calles que antes veía intransitables, los Dolores saben volver, pero como visitas, simples inquilinos de pasados que ya no van a volver.
No conozco a nadie que no haya tenido la visita de Dolores en su vida; algunos la llaman Soledad, otros Ansiedad o incluso Decadencia.
Yo decidí llamar Dolores, a aquella etapa de Soledad absoluta, donde la libertad y autoestima escaseaban, donde la pena era tierra de todos y lugar de nadie.
No se cómo terminar esto, no se como dejar planteado o cerrado la necesidad de plasmarlo, ni siquiera sé porque quise hablar de ella, será tal vez por sus varias visitas que me estuvo haciéndome últimamente, por su búsqueda de hacerme caer nuevamente a sus pies, y por mi lucha de echarla lejos de mis apocentos.
Tal vez solo sea necesidad de escribir para dejarla ir o más aún: dejarme ir lejos, donde jamás la vuelva a ver, donde jamás tenga que escucharla invadir mi espacio y mi vida. Donde jamás vuelva a escuchar su nombre otra vez.

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